Publicado en Cine

Turning Red: la mejor forma de entender el síndrome de la niña buena.

Es la primera vez que puedo decir de forma clara que me veo identificada con una película de animación, sobre todo si viene de mano de Disney. Turning Red, o Red para el mercado español, es la nueva obra de la directora Domee Shi que, sinceramente, ha representado a la perfección el dolor de millones de mujeres a través de una niña de trece años que se convierte en panda rojo cuando se estresa.

Recuerdo que vi el teaser de esta película hará cosa de un año y lo primero que pensé fue: «Disney ya no sabe qué hacer«. Esto demuestra una vez más que estamos tan acostumbrados a consumir el mismo tipo de contenido que cuando aparece algo ligeramente distinto, sentimos rechazo. Sin embargo, no podía estar más equivocada.

¿Por qué creo que es de las mejores películas hasta la fecha? Porque trata algo tan complejo y estigmatizado como el «síndrome de la niña buena». Para resumirlo en pocas palabras, este síndrome se da mayoritariamente en mujeres y se caracteriza por priorizar las necesidades de los demás antes que las suyas propias. La mayoría de los casos crecen en entornos llenos de cariño, pero donde no han podido desarrollar las capacidades necesarias para defenderse o cuidar de sí mismas. El darlo todo por los demás, aunque eso suponga no ser feliz. El miedo a fallar, a no ser suficiente a ojos del resto , a decepcionar a alguien o simplemente a alzar la voz, son factores que han marcado a muchas generaciones que a día de hoy luchan por conseguir algo de la autonomía perdida en la infancia.

Por eso me hace tanta gracia la crítica hecha por el «experto en cine» Sean O´Connell, donde expresa sin ningún tipo de pudor que esta película, por el target y ambientación en el que se enfoca (principio de los 2000), no puede funcionar debido a que no engloba a todo el mundo. Creo que precisamente por eso sí que funciona, porque Pixar, bueno, más bien Domee Shi, ha conseguido crear una película divertida, inteligente, emotiva y para toda la familia…. Desde un tabú.

Así que si no sois como el señor O´Connell, que no es capaz de verse reflejado en una niña que lucha por su libertad, pero que seguramente sí que empatice con Tom Cruise saltando desde aviones sin paracaídas (por ejemplo), os recomiendo que veáis Red y disfrutéis de un ratito maravilloso de reflexión.

Publicado en Literatura

No sientas vergüenza por no apellidarte Shakespeare.

El viernes pasado tuve un conflicto interno. Iba a publicar un cuento del que me sentía increíblemente orgullosa y esperaba con ansia el momento de poder mostrarlo, pero entonces apareció la voz de mi cabeza que tan a menudo boicotea mis proyectos. Una ráfaga de preguntas incoherentes e imágenes de situaciones igualmente inverosímiles inundó mi mente hasta el punto de cuestionar la calidad de mi propio trabajo, en resumidas cuentas, empecé a sentir vergüenza.

Hay muchos artículos destinados a combatir el miedo del escritor desde cualquier perspectiva: el miedo a exponerse, el miedo al fracaso, el miedo a perder oportunidades, el miedo a no tener «talento» (expresión que odio y que dedicaré un post más adelante). Sin embargo, yo creo que no nos frena tanto el miedo como la vergüenza. Están relacionados de alguna forma, lo sé, aun así, yo los visualizo de forma muy distinta en lo referente a la influencia al escritor y su quehacer. Muchos consideran al miedo como una reacción de alerta ante lo desconocido. A mi modo de ver, el escritor lucha más con la inseguridad de mostrar el resultado de un proceso creativo vinculado a su lado más emocional e íntimo, que a un factor de posible amenaza. No soy psicóloga, no obstante, he dedicado más de la mitad de mi vida al arte y debo reconocer que antes de llegar al estado de temor por perder oportunidades laborales, por ejemplo, me he cuestionado mi valía como autora por un simple momento de timidez al publicar. Algo tan insignificante puede inmovilizar mi trabajo entero.

Nadie nos ayuda a gestionar este grado de obstaculización. No he encontrado ningún post que vaya más allá de los consejos para hablar en público sin que nos titubee la voz, es por eso que me he tomado un tiempo para reflexionar sobre por qué me siento avergonzada, por qué razón acabo auto-saboteando mi esfuerzo, por qué siempre repito esta situación incómoda y, finalmente, he llegado a la conclusión de que el mayor lastre del artista es la comparación.

Desde que somos pequeños se nos exige jugar un rol determinado en la sociedad, cumplir con unas responsabilidades, las obligaciones que TODO ser humano de bien debe desempeñar, y mientras nos partimos los cuernos para repetir lo que ha hecho todo el mundo antes que nosotros, dejamos pasar otras posibilidades igualmente válidas. No se nos enseña a explorar los diversos caminos que nos pueden llevar al «éxito», porque por mucho que me duela seguimos viviendo en la «sociedad de la meritocracia». Tampoco se nos enseña a motivarnos a través de referentes. No hay nadie que nos haga ver que la envidia debe convertirse en admiración, pero sí que nos enseñan a compararnos unos con otros, a sentirnos inferiores, a no salirnos del camino conocido para crear unos nuevos. Si decidimos dedicarnos a escribir, tenemos la presión de la obra ya escrita, de los textos que han pasado a la historia como el modelo a seguir, es decir, si no los igualamos, inevitablemente nos sentimos mediocres. Ni siquiera hablo de superar, es imposible mejorar el Ulises de Joyce; es por eso que aprovecho este desvarío de texto para soltar aquí mi consejo.

No podemos hacer frente a la literatura si nos encadenamos a la vergüenza de ser comparados con los «mejores», porque eso nos llevará a no arriesgarnos, sin riesgo no hay conocimiento, sin conocimiento no hay evolución y si no evolucionamos, nunca llegaremos a ser buenos escritores. Al final, la inseguridad que nos provoca el no apellidarnos Shakespeare, hará que dudemos a la hora de publicar un cuento maravilloso en las redes sociales.

Publicado en Literatura

Una habitación propia de Virginia Woolf

¿Tenemos 500 libras anuales y una habitación propia para escribir? Puede que parezca extraña la pregunta, sobre todo teniendo en cuenta lo irrisorio de la cifra, pero cambiemos de lugar, cambiemos de tiempo, juguemos a ser mujeres en pleno siglo XVII, por ejemplo. ¿Podríamos reírnos ahora de la pregunta?

Virginia Woolf tenía una única misión allá por el año 1928, escribir sobre la mujer y la novela… Había sido invitada por la Universidad femenina de Cambridge para ser partícipe de unas conferencias, y estaba claro que la autora británica, creadora de novelas, cuentos, obras teatrales y otros muchos géneros más, era la idónea para hablar a esa multitud de jovencitas que esperaban ser guiadas por el camino del éxito editorial, todas ansiosas por ver sus nombres grabados en el dorso de un libro, expuestas en bibliotecas y librerías y (con suerte) ser las futuras mentoras de las jóvenes promesas. Pero Virginia Woolf no estaba dispuesta a tomarse aquella oportunidad a la ligera, tenía un cometido, hablar de la mujer y la novela, y eso hizo, no podía acceder a ciertos lugares por simplemente ser mujer, no podía afrontar aquel reto desde la misma posición que un hombre. Sin embargo, a pesar de los obstáculos, presentó el producto de una investigación que la llevaría a ser recordada como una de las figuras esenciales de la literatura modernista del siglo XX.

Y tras mucha reflexión, visitas a la biblioteca o conversaciones con su prima desde la tranquilidad del campo, empezó a confeccionar lo que hoy se considera uno de los mayores ensayos feministas de la historia. Una habitación propia habla desde la más dura de las realidades, la falta de igualdad entre hombres y mujeres, las restricciones a la que estaban sometidas, siempre bajo la supervisión de la figura del varón, relegadas a la crianza de los niños, nunca dueñas de su dinero ni su destino. Locas aquellas que decidieron quejarse con papel y pluma, porque contaban con el dinero y la posición social para hacerlo y vivir al margen de las consecuencias. Una mujer que no contase con 500 libras al año y una habitación propia con un cerrojo donde poder escribir, difícil lo tenía para transgredir las cadenas que la mantenían en el rol de criatura débil e inferior.

Virginia Woolf habla de sus antecesoras, menciona cómo Austen ocultaba sus escritos cuando alguien entraba en la estancia, a las hermanas Brönte y su ingenio superior, a la valiente George Eliot que escribía oculta en un seudónimo o sobre la escritora ficticia, Mary Carmichael, con sus obras donde el hombre no juega el mismo papel, donde ya no hay clichés, donde una mujer puede enamorase de otra. No se trata de un juicio público en contra de la figura del hombre, es un dictado sobre la verdad. Las mujeres y la novela nunca han tenido una relación fácil y cordial, no hay estudios que revelen su pasado, pero si hay ensayos de hombres que hablan sobre la falta de inteligencia del sexo femenino para afrontar la narrativa, y aquí Virginia nos plantea una pregunta. Si hubiéramos escrito como iguales… ¿Qué les quedaría a ellos? ¿Dónde quedaría esa superioridad que les ha sido entregada por fuera?

Una habitación propia es el libro que todo hombre y mujer debe leer, un grito en contra de lo establecido a través de la majestuosa voz de una mujer de otro mundo. No es un manual de cómo ser escritora, o cómo afrontar la literatura, es la imagen de una sociedad que vive esclavizada por las convenciones y que nos constará cambiar, pero cuyo resultado no es imposible.