
Los domingos me afectan mucho, sobre todo al atardecer, cuando el día acaba y el ocaso asoma. Siento una preocupación familiar, amiga de viejas batallas, Los domingos son el único día que no ha cambiado en veinticinco años. Seguimos haciendo barbacoas con la familia, las mismas comidas, la misma gente que viene y aparca los coches de siempre en las zonas de siempre. Los gritos de siempre. Los vecinos que nos hacen competencia con el ruido. El aburrimiento. Mañana tengo reunión, trabajo, gimnasio, más trabajo y varias lecciones que memorizar, aunque sé que no podré hacer hueco en mi cabeza para más, y aun así no soy capaz de descansar los domingos. Me siento inquieta y agotada a partes iguales, pero no le pongo solución ni a uno ni a lo otro.
Mi cabeza ha entrado en una espiral conocida por muchos y que yo llamo «Vórtice de los Beatles», porque me lo imagino así, como un videoclip conceptual de los años 70 donde la música no tiene comienzo ni fin, pero todos conocemos la letra y la cantamos, mareados por los colores estridentes, sedientos de tanto cantar la misma canción. A pesar de todo cada domingo repetimos. Es como esa reunión de viejos alumnos a la que asistes por alguna extraña y estúpida razón, creyendo que vas a rememorar bonitos recuerdos de infancia que nunca existieron. No vas a disfrutar ese momento, y lo sabes, sin embargo acudes sonriente a un lugar horrible para que la gente que ya habías desterrado de tu vida vuelva a recordarte tus heridas y así, tú sola, puedas arrancarte la costra. Por qué no gritamos al viento cuando el cuerpo nos impulsa a cometer estupideces. Todo sería muy fácil si callásemos la mente y cantáramos con el corazón, pero esta vez que sea una canción de los Rolling.